Es difícil concentrarse, tantos días encerrado en
aquel cuarto, sin poder salir, ¿le importa que me encienda uno? Lo había dejado
¿sabes? El caso es que nadie podía saber dónde había estado y toda precaución
es poca a la hora de infringir la ley. Cuando conseguí entrar con la excusa del
electricista sabía que tendría poco tiempo para abrir la ventana del cuarto de
invitados, una habitación que daba a la parte de atrás del inmueble, la entrada
menos accesible a miradas ajenas y el pilar básico de mi plan. No me imaginaba
lo pendiente que iba a estar de mí aquel con el que tuve que contactar, aunque
por lo que sé no era su propiedad, no desde hace mucho al menos. Solo la había
heredado de una abuela suya, de un sitio muy alejado que tenía algo que ver con
su madre, otra que también había fallecido sin previo aviso hace tanto como
para olvidársele de que a uno le paren…
Eso me contó, hablaba mucho, me contaba cosas de su
vida de manera aleatoria que intercalaba con preguntas afables sobre su trabajo
mientras miraba de soslayo las herramientas de trabajo. Menos mal que ese
hombre entendía menos que yo de electricidad, si no, ahora mismo no te podría
estar contando esta historia, y yo estaría cómodo en mi casa con una buena
regañina de la policía.
Sí, quería robar aquellos libros y diarios llenos de
polvo, pero había dos problemas incipientes; uno, no sabía dónde se
encontraban, y el segundo, no sabía cómo iba a sacarlos de aquella estancia. A
ver, entiéndeme, solo soy un humilde bibliotecario, no soy dicho en recursos para
este tipo de fechorías. Lo máximo a lo que aspira mi maldad es a contradecir a
algún desaprensivo que se retrasa con las devoluciones, algo que ahora en
perspectiva me parece una chorrada, o a sustraer de esa biblioteca, dónde uno
trabaja, algún ejemplar para mi librería personal.
Parece mentira, que necesidad puedo tener de libros,
pues de estos yo arto debo de estar con el oficio que desempeña un servidor.
Algunos me llaman clasista, pero me gusta considerarme un demagogo de los de
antaño, un hombre dispuesto a lo que sea por un bien superior, incluido el no
desaprovechamiento de recursos en personas que no pueden darle un uso adecuado
y eficiente, siempre en busca de una persona ansiosa de veras de conocimiento
que encontrara en mí un aliado sin igual.
Bueno a lo que iba, que yo no tengo mucho tiempo y
tú demasiadas cosas que hacer. Conseguí
entrar por la ventana de atrás en cuanto hubo anochecido y entre con un equipo
básico de allanador de moradas. Una linterna de leds, una sudadera oscura, unos
guantes de nitrilo que compré por Amazon y unas tijeras. Todo esto cómodamente
depositado en una mochila que habría usado, a su vez, como recipiente del prometido
conocimiento prohibido.
La ventana estaba tal y como la había dejado y no
tardé en estar dentro. Con un salto algo más torpe del que me había imaginado
aquella misma mañana, entré en la estancia con un regusto salado en el paladar,
la boca estaba seca y los oídos embotados. Nunca había hecho algo tan ilegal y
mucho menos algo tan jodidamente camicace sin otro motivo que una corazonada.
Por supuesto que yo sabía que estaban allí aquellos libros, incluso podía haber
un broche, sí como el que llevas tú, pero siempre hay cabida para el error, y
una parte de ti, tiene que creer en ello de manera ciega.
Fui directo al sótano, aquellas casas grandes
siempre tienen un sótano, uno de esos húmedos y de techos bajos que al
principio intentan hacer habitable pero luego olvidan, que además usan de
trastero como si fuese la buhardilla de una casa americana. Este símil no queda
extenso de razón porque lo que me iba a encontrar en aquella alcoba no era otra
cosa que el producto de una escena de terror.
La cinematográfica idea también se me pasó por la
cabeza al bajar esas escaleras que me conducirían directamente, pequeñas y
estrechas, hacia un destino tan aciago como desconocido.
Un escalofrío recorrió mi nuca ya dentro, el arco de
media luna y el olor de la humedad hacían a su vez de puerta, la luz de mi
linterna, la que sujetaba firme mi mano izquierda, se tornó cada vez más tenue,
la idea de apagarla y perderme en las tinieblas se me pasó por la cabeza, como
el que mira hacia abajo desde un punto muy alto y teoriza lo rápido y mortal
que sería el recorrido. Ahí tome la decisión de que esa linterna tenía que
seguir encendida a toda costa.
Encontrar el baúl no fue difícil, entre aquellos
muebles roñosos y botellas avinagrados de pueblo, abrirlo tampoco; lo que sí fue
difícil fue no abordar la lectura. Yo no tenía claro lo que había encontrado,
lo que sí tenía claro es que si me lo llevaba a casa podría dedicarle el tiempo
que hiciera falta a su estudio y que cada momento que pasaba en aquella casa me
acercaba más a la cárcel, a una cuantiosa multa, a perder mi trabajo y a esa cosa. Esa cosa que me rondaba, te
prometo que no estoy loco, estaba conmigo, la notaba respirando sobre mi nuca,
como si yo fuese su amigo y el estuviese esperando, con paciencia, a que
acabara de hacer lo que había venido a hacer.
Fue entonces cuando perdí la noción del tiempo y me
sorprendía mí mismo con una alarma, del móvil, que me pongo todas las noches
antes de dormir para recordar el tomarme la pastilla.
¿La pastilla? No, nada serio, por lo menos ahora no
me lo parece. Pero claro ese trance era una burbuja que me protegía de la
realidad y mi mente no era consciente del todo donde estaba. Poco a poco lo
fue, la realidad solo estaba en la epidermis de mi consciencia cuando note como
me estaba orinando encima.
Sí joder, habría leído dos horas, mucho me quedaba
por desentramar en aquellas pérfidas páginas. Mi cerebro sangraba, eso sería lo
suyo, una supuración lechosa y teñida por la hemorragia.
Entiendes lo que te digo ¿no? Sabes algo, pero hay
como fases de asimilación, como cuando comprendes que la vida es finita y que
puedes morir en cualquier momento. Esa conciencia que te hace humano, esa
dualidad de la mente que comprende y no quiere comprender, a eso quería llegar.
¿Sabes qué descoloca más que el sonido del timbre en
medio de la noche? Que la casa dónde suene no sea la tuya. La idea de apagar la
linterna se me paso por la cabeza, pero ambos sabemos que eso no era una
opción. Mi lóbrego amigo no me
permitiría salir de aquel lugar sin luz.
La cosa se complicó cuando oí golpecitos en la
ventana del sótano, y voces en el exterior que confirmaban su conocimiento
sobre la luz que había encendida en el sótano, en mis manos. Corrí fuera de la
estancia y busqué amparo en las plantas superiores. Tenía cierta esperanza en
que mi compañero de juegas se hubiese quedado abajo, pero lo notaba cerca, cada
retazo de pensamiento que me reconducía a su existencia, lo acercaba.
La ventana de atrás, esa por la que entré, seguía
desértica de ojos avizores que lo delataran, no en balde la elegí en su
momento. Tenía una mochila llena de libros, libros que no tardé en enterrar, ya
lejos de la casa, y en el mismo pueblo de mala muerte. La presencia seguía
cerca de mí, y la única manera de alejarlo que se me ocurrió fue enterrarlo
todo, incluido el material utilizado para el allanamiento, tan hondo como mis
manos desnudas me permitiesen.
Funcionó, por
lo menos eso parecía, tardé cuatro semanas en dejar de creerme todo los que
había pasado, volví a mi vida normal. No fue suficiente, a veces sueño que me
muero, aunque no del todo, y me quedo suspendido en un lugar que no me da ni
tormento ni paz, un objeto, un ser abstente de cansancio y descanso.
Le diré dónde están los libros, lo recuerdo bien, pero
escúcheme, espero que no llegue vivo a leerlos, que no le atrape el ente y que
nunca se convierta en la nada.
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