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El vagón.



Supe que pasaba algo raro cuando denoté las uñas de mis manos diferentes, más largas,como también le sucedía a mi pelo. Nadie se percataba de la preternaturalidad de aquel lugar. Todos pasaban el rato con caras idas y largas que no tienen en cuenta su propia existencia, expresiones que estaban tremendamente relacionadas con la mía, semblantes típicos del metro a esas horas intempestivas. Una señora estaba, frente a mí, leyendo una revista. La terminaba y la volvía empezar. Conté cuantas veces lo hacía, pero perdí la cuenta hace mucho tiempo. El Hombre de mi derecha miraba el móvil, pero aquí no había cobertura así que estaría viendo un video descargado de alguna serie de moda. Al fondo una niña de menos de 14 años estaba borracha y tumbada sobre tres asientos simultáneos. Las ventanas daban a ese negro túnel propio de los trenes que se paran antes de la estación. ¿cómo me crecen las uñas, pero la chica sigue borracha? ¿qué pasa con las necesidades fisiológicas? ¿por qué nadie ha reparado en que, por lo visto, el tiempo se ha detenido aquí dentro?

No sabía muy bien que hacer. El tiempo, en un principio, era una cantidad dentro de lo normal. El metro, de vez en cuando, se para sin motivo aparente y reanuda su marcha cuando el maquinista considere adecuado. No obstante, en este caso, todo momento había esperado a que se pusiese en marcha sin satisfacer mi dicha en ningún momento. Ahora no estoy tan seguro de poder salir de aquí. Tenía miedo incluso de mis compañeros de vagón. Si les dijese la verdad, podrían agredirme verbal o incluso físicamente. La idea de estar con un loco no le agrada a nadie. A lo mejor son ellos mismos los, que deben inferir en esta realidad. Nunca me ha gustado convencer a nadie, siempre espero que ellos mismos moldeen su punto de vista hasta el objetivismo. Nunca me ha funcionado. Los motivos éticos siempre tienen un peso mayor en mí que los motivos prácticos. Lo correcto y lo deseado rara vez confluyen.

Los vagones colindantes tenían muestras claras de estar en los mismos prefectos. No se movían. Mantenían cada una de las actividades que habían comenzado a realizar durante el viaje, incluso después de esta interrupción con prolongación indeterminada.

Las incoherencias proferidas por ese estado fueron las realmente alarmantes. Cómo crezco, pero a la vez no me alimento. ¿Cómo puedo estar tan tranquilo cuando puede que me quede en este lugar para siempre? ¿Cómo es que nadie se da cuenta? Hace tiempo que dejé de sentirme único en este mundo. Alguien más debería haberse percatado de la situación. Miraba insistentemente las caras de los viajeros, ninguno daba muestras de la lucidez propia de la realidad. Entonces, estaba claro, yo no debería estar aquí.

Me levanté hacia una de las puertas. Estas no se abrían. La gente del vagón empezó a mirarme con caras molestas. Sabía que estaba llamando la atención. Caras impertérritas sin ningún conflicto interno. No puede ser. Esto, como mínimo, debería suscitar dudas en sus cabezas huecas. Aunque no creo que pudiera juzgar a nadie en esa situación. Yo mismo me sorprendo de lo poco que estoy alterado. Solo tengo miedo, un miedo calmado y taciturno que me provoca una hostilidad sosegada. La sangre fría propia de los muertos.

Ahí lo entendí, pero este no era mi sitio. Aún no era mi sitio. Tengo que salir de este vagón.

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